Para muchos es un error discutir, comentar, lo que dice el presidente en las mañaneras. Dicen que es “hacerle el juego”, “irse con la finta”, “caer en la maniobra distractora”, “hacer caso de simplezas” (como si viniéramos de un ágora ateniense en la que todos filosofábamos sesudamente). Puede ser que en algunos casos tengan razón, pero eso no es invención de López Obrador, es una constante en la política. Los gobiernos, en todos lados, tratan de distraer la atención que se pueda dar a las malas noticias. Hace tiempo era más sencillo. La concentración de la comunicación en determinado tipo de medios –por ejemplo, los periódicos– permitía un manejo más sencillo para las autoridades, incluso tenían tiempo para contraatacar o inventar algo. La velocidad de la información hoy en día hace más complicado ese manejo. La influencia, la inmediatez de las redes sociales también la complica, por lo que los gobernantes requieren de mayor destreza y agilidad en la contención de problemas.
Sin embargo, la estrategia comunicacional del gobierno federal no se apoya en su capacidad o velocidad de respuesta, sino en la figura y los dichos presidenciales. El presidente no solamente es el gran comunicador del gobierno –como debe ser en un liderazgo tan afianzado como el que tiene–, también es el eje de la estrategia: es el mensaje, la respuesta, el silencio, la evasiva, el ataque: es el eje comunicacional. En un gobierno de corte populista –sea de derecha o de izquierda–, el discurso es la herramienta básica y primordial para establecer la relación con los gobernados. De ahí la importancia de la comunicación diaria que ejerce el presidente con sus mañaneras.
Tratar de quitar relevancia a los dichos presidenciales es algo que puede suceder con el desgaste del tiempo, si es que llega un momento en que a nadie le importe lo que diga quien dirige el país. Hay casos al respecto en que haga lo que haga o diga lo que diga, un presidente en desgracia no es relevante y a nadie le interesa, pero estamos hablando de casos con una popularidad que se mueve en un dígito y todos sabemos que AMLO está muy arriba con sus dos dígitos, así que, lo que diga, así sean barbaridades, son importantes. Es más, en muchas ocasiones resulta de mayor impacto e importancia alguna de las sandeces que dice o las ocurrencias que le llegan cotidianamente, que cualquier declaración seria o responsable o alguna de sus lastimosas clases que se dan en esa telenovela llamada “La historia, según López Obrador”.
Si el presidente de la República organiza la rifa de un avión, no es una cosa baladí, aunque pueda tener los matices distractores que cada uno le quiera adjudicar. La rifa nos habla de lo que piensa quien preside el gobierno sobre los bienes públicos, sobre las propiedades del Estado mexicano; nos habla también de lo que concibe como decisiones inteligentes y de la idea de chunga y desgarriate que domina en su manera de gobernar.
Lo mismo si el presidente decide no hablar de un tema en específico. Decir que no tiene información sobre la boda de la hija del Chapo Guzmán, ante el escándalo que significó la celebración del evento en una catedral, revela el miedo que al presidente le da el tema del crimen organizado, su voluntad manifiesta por la opacidad y por no querer pronunciarse en cuestiones que le pueden resultar delicadas.
Lo mismo pasa con los puentes, con los apodos que pone, con los señalamientos contra sus adversarios, con sus amenazas. En el fondo, nos dicen mucho más que si leyera discursos mansos y bien estructurados.
Hay que poner atención en lo que dice y en lo que no dice el presidente. Todo es relevante. Lo diga por distraer o genuinamente, todo cuenta.
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