Combatir el crimen no es reprimir al pueblo. Es defenderlo.
La matanza de niños y mujeres de la familia LeBaron en Sonora, el lunes, evidenció nuevamente la ineficacia de las medidas que ha adoptado el actual Gobierno de la República para tratar de resolver el problema que significa el dominio creciente de las mafias del narcotráfico en el país.
Ineficacia, por cierto, que fue detectada con tal claridad por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien, fiel a su conducta impulsiva y arrogante, intentó abrir la puerta para que la fuerza pública de aquella nación se encargara de combatir a los cárteles en México.
El titular del Ejecutivo Federal respondió con el típico “gracias, pero no, gracias”, y reiteró su terca decisión de aplicar la política de abrazos, no balazos, porque se cansa ganso de que los hampones acabarán derrotados a fuerza de fuchi, guácala, regaños de sus abuelitas y sus madres (como si tuvieran) y discursos para que “piensen en sus mamacitas” y no delincan.
A juicio de quien ocupa la silla presidencial mexicana, para atacar las causas de la delincuencia organizada es necesario repartir dinero a manos llenas, sin control alguno (al fin que somos honestos) y mediante programas asistenciales que significan tirar los recursos a un pozo sin fondo, porque –se sostiene– la falta de oportunidades y la pobreza orillan a las personas a dedicarse al crimen.
Pero las causas de fondo parecen estar en otro sitio. No hay un estudio, un análisis o algún otro instrumento científico o simplemente confiable, que demuestre la teoría de que la delincuencia nace en la necesidad económica. Sí los hay, en cambio, que dejan claro que una persona con principios, con valores y con educación, no se convierte en delincuente por apretada o hasta miserable que pueda ser su situación.
La causa de fondo, pues, parece ser la educación. No es raro, porque nueve de cada diez problemas del país se enraízan en la educación. Y en esa medida es válido, es necesario, atacar esa causa primigenia, pero no basta.
Cuando una persona es mordida por una serpiente venenosa, lo primero que se hace es sacar el veneno de su cuerpo. Después o quizá de modo simultáneo, se ataca a la serpiente y se busca el nido. Sería absurdo pensar primero en suprimir el nido y después enfocarse al tratamiento del mordido.
Lo que ocurre con el crimen es similar. Si bien es necesario atacar las causas profundas, de manera paralela, si no es que prioritaria, hace falta combatir los daños, los efectos y las acciones de las redes criminales.
Hay medidas económicas que ya se están aplicando, como la congelación de cuentas bancarias, y eso es plausible, pero sólo es una parte de la acción necesaria. El uso de la fuerza pública en defensa de la seguridad nacional es una facultad del Gobierno, pero también es una obligación. Combatir el crimen no es reprimir al pueblo. Es defenderlo.
Así que, con lo lamentable que resulta tener que estar de acuerdo con Trump, es un hecho que ha llegado la hora de hacer la guerra al crimen organizado. Una guerra con estrategia e inteligencia (no al estilo Culiacán) para evitar los antiguos “daños colaterales”, pero hay que hacerlo. Si no lo hacemos, el país entero terminará por ser feudo del narco.