El poder político es afrodisiaco; es decir, es placentero, es apetecible, deseable, porque contiene tres elementos que la humanidad sueña con poseer, para mantenerse en un estado aparentemente seguro y de confort; primero le permite concentrar bienes, claro siempre a través del dinero público, que genera una burocracia especial, dorada, que disfruta de esa concentración de bienes; aquí ya depende de los gustos de cada político para priorizar que bienes va a concentrar dinero, autos, casas, parejas, bebidas, drogas, viajes y demás comodidades que satisfagan sus apetitos.
El segundo es la fama: aparecer en los medios de comunicación, en las redes sociales, con una imagen sonriente y segura, ser conocidos y reconocidos, con fama pública, que, aunque no siempre sea la mejor, les permita ser identificados en la calle y obtener el aplauso de la gente. En lo posible, quedar en la memoria, dejar huella en la historia; claro que también para ello se requiere hacerse de los recursos públicos que obtienen de los impuestos del pueblo trabajador. En todas las épocas este deseo de fama incluso ha quedado grabado, como en las grandes construcciones de Egipto, donde el faraón Ramsés II, mandó grabar su imagen en los monumentos junto a Isis y Osiris, para que el pueblo lo considerara un dios.
El tercer factor es el poder político en sí mismo, que le permitirá tener poder económico. Saber que puede mandar sobre los demás, incluso sobre los que han hecho fortunas y someter las voluntades de sus seguidores, como las de sus opositores. El placer de tener todo el poder de decidir sobre la vida de miles o millones de personas provoca una adicción, como la dopamina, que estimula a decir: “me siento bien, quiero más”. Todo con el dinero del pueblo, de los trabajadores y de los que se esfuerzan en producir bienes y servicios.
Estos tres factores: concentración de bienes, fama y poder, produce en las personas el deseo de mantenerse, concentrar más poder y prolongarlo el mayor tiempo posible.
Por eso una vez que se conquista el poder, no se comparte, se reparte y se confronta a aquel que quiere disputarlo. Por eso el viejo líder de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), Don Fidel Velázquez decía: “A balazos llegamos y los votos no nos sacarán”. Es la adicción al poder.
A lo largo del tiempo, la humanidad se dio cuenta que darle todo el poder a un solo personaje, entrañaba un grave peligro para la sociedad, porque sus ocurrencias terminaban por afectar la vida cotidiana de la gente, hasta provocar hambrunas y muerte, como ocurrió con los millones de muertos en la era de Stalin o de Hitler. Pero igual sucedió con las ocurrencias del creador del Partido Comunista Chino, Mao Tse Tung y su revolución cultural; que, a nombre del pueblo, mató a millones de personas de hambre. Ahora mismo hay muertos y deportados por los regímenes totalitarios en Venezuela y Nicaragua.
Y esto sucede porque los dictadores que ya están en la ruta de concentrar más y más poder, necesitan que se les diga que están bien, que van bien, que el pueblo los ama, o que si alguien tiene otros datos mejor guarde silencio, pues si manifiesta su desacuerdo, la reacción suele ser como la de Herodes: ¡córtenle la cabeza a la verdad! Incluso, la romantizada Revolución liberal francesa, terminó imponiendo la era del terror a través del Comité de Salvación del Pueblo, que mandó a la guillotina a los disidentes que se cuentan entre 30 mil y 40 mil muertos.
Y lo más importante para hacer posible esta concentración del poder, es la narrativa, en el discurso siempre se debe apelar a la voluntad del pueblo. Todas las tiranías usan al pueblo como fórmula para imponer la voluntad de un grupo o de una persona. Sólo hay que leer los discursos de Stalin sobre sus llamados al pueblo soviético. O los de Hugo Chávez y Daniel Ortega. Todo a nombre del pueblo, que por supuesto, no por mencionarlo tanto en el discurso público mejorará su situación, más aún, empeora de manera dramática como se ha confirmado a lo largo de la historia.
Después de todo, la narrativa de usar a los pobres, la de usar al pueblo, “es ir a la segura”, diría nuestro aún presidente: “Ayudar a los pobres no es un asunto personal, sino de estrategia política”. Como vemos, además de bienes, fama y poder, la narrativa cuenta, y cuenta mucho, por eso en estos días, en el Senado de la República, la palabra pueblo será usada para intentar borrar los contrapesos y la división de poderes en México, con el objetivo de consolidar una sola visión de país, la de un solo grupo, y la de una sola persona; que, en los hechos, se negará a soltar el timón presidencial después del 30 de septiembre.