XIX ORDINARIO/A. I.- PARA VER AL SEÑOR (1R 19,9.11-13). Después del episodio del sacrificio en el monte Carmelo, en el que el pueblo reconoce y proclama que sólo Yahvé es Dios y la consecuente amenaza de muerte de la reina Jezabel a Elías (cfr. 1R 18,20-19,2), el profeta inicia la huida para poner a salvo su vida hasta llegar al Horeb, el monte de Dios, lugar donde se ha revelado el verdadero Dios (Ex 3; 33,18; 34,9) y donde se ha concluido la alianza (Ex 19; 24; 34,10-28). Aquí tiene lugar una experiencia muy importante en la vida del tesbita ya que, no solamente le llegó la Palabra de Yahvé, sino que sobre todo tuvo su encuentro personal con Dios a partir de un discernimiento entre cuatro elementos: viento huracanado, terremoto, fuego y una suave brisa; recordemos que los filósofos griegos presocráticos (s. VII-V a. C.) trataron de explicar el principio y origen del universo también a partir de cuatro elementos, como son el agua (Tales de Mileto), aire (Anaxímenes), fuego (Heráclito) y Empédocles que agregaba a la lista anterior la tierra como cuarto elemento; pero en el caso del hombre de Dios, se trata de percibir la presencia de Yahvé teniendo en cuenta que el huracán, el temblor y el fuego, manifestaban en Ex 19 la presencia de Dios y -en este texto- son solamente los signos precursores de su paso y los tres elementos tienen en común su fuerza destructiva y precisamente por esta razón, en ellos no está Dios, porque el Señor creó todo para que subsistiera (cfr. Sb 1,14), por lo tanto, Dios no está en lo que destruye o divide, ni es de Dios. Finalmente se escucha -a manera de aviso- el susurro, el ruido sordo y suave que producen de forma natural ciertas cosas, como una corriente de agua o el viento, murmullo que invita a agudizar todos los sentidos para identificar el origen y significado del ruido; es el momento de abrir los “ojos” de la razón para descubrir a Dios, aquí no se requiere de los sentidos, sino simple y sencillamente dejarse envolver por el Misterio que se hace presente y mantenerse de pie para “ver” al Señor, participar de su espiritualidad, sumergirse en la presencia del Dios que salva, aunque parezca que todo está perdido. II.- MÁNDAME IR A TI (Mt 14,22-33). Concluida la multiplicación de los panes, encontramos dos momentos que no podemos desdeñar debido a su importancia en el relato: Jesús hace que los discípulos se apartaran del lugar, para ellos había momentos especiales como por ejemplo, se retiraban a un lugar solitario para descansar un poco (Mc 6,31; Lc 9,10), a ellos les explicaba las parábolas en privado (Mt 13,18-22); ahora es el momento para estar con la gente que recién ha vivido un momento de salvación y debe interiorizar esta ocasión que termina con una despedida, el Maestro les da la oportunidad de volver a la vida cotidiana, mediante una suave transición, ya que es Él mismo quien les ayuda a hacerlo con nuevas fuerzas y nuevos elementos para hacer frente a cada circunstancia que se presenta y que habrán de vivir como auténticos discípulos; por lo tanto, no se trataba solamente de decir adiós, ni de una palabra, expresión o gesto de cortesía, sino de sellar la experiencia recién vivida y reafirmar los lazos que de ella han surgido y que apuntan a un objetivo que se irá clarificando en los siguientes versículos, hasta el final de la escena. La gente ha vuelto a lo suyo, en tanto que los discípulos navegan y, si miramos a Jesús, le vemos en oración en el monte, es el momento del diálogo íntimo con el Padre, de escucharle serenamente, comentarle, consultarle y de continuar con su proyecto habiendo disipado toda duda. A partir del c. 8, san Mateo va mostrando el modo como Jesucristo realiza su identidad de hijo de David e hijo de Abraham (1,1) que salva a su pueblo de sus pecados (1,22), cumpliendo así lo anunciado por los profetas (cfr.…